Sí, no es broma, al principio creí que era una gracia de esas que hacen ahora en publicidad para llamar la atención y finalmente comprar la mierda que venden. Pero no, lo vi muy cerca, con mis propios ojos.
Esta vez no fue en el metro. Caminaba por la calle tranquilamente para volver a casa y se colocó delante mía. Caminaba a tres metros de mí y vi cómo se balanceaba aquella masa de un lado para otro, era el péndulo de un reloj de pared pero sin ningún tipo de control ni movimiento lineal. Golpeaba la pared, las farolas, las puertas, todo lo que se encontraba a su paso. A veces se tropezaba consigo mismo, daba un traspiés, pero parecía tomarlo como algo normal, como si nada.
En televisión había visto orejas alargadas por llevar pendientes pesados mucho tiempo, o cuando los ancianos tienen orejas que parecen platos. Pero aquello no, era otro cantar. En verdad no sé cómo se sostenía, no noté que llevase el cuello girado por el peso, ¿estaría hecho de algodón de azúcar?, ¿a qué sabría?
El caso es que de la oreja de aquel hombre finurrio de un metro ochenta de altura, colgaba un moco de carne que llegaba hasta el suelo. La forma era muy parecida a la nariz de un mono narigudo, pero a gran escala. Un lóbulo de oreja tan grande que sus hijos podían decir que tenían un castillo hinchable en casa para toda la vida. Nunca necesitaría una cama, la llevaba siempre consigo. Era prácticamente un hombre pegado a un lóbulo de oreja. Era tan inmenso que parecía que llevaba un zeppelin de pendiente y que en cualquier momento podría explotar y llenar todo de grasa o lo que sea que contuviera aquello.
Entonces, sin apenas poder reaccionar, su lóbulo y él se dieron la vuelta hacia mí.
—¿Quieres tocarlo?, hoy no me importa, es Navidad —dijo y sonrió.
Por un momento me quedé aterrorizado, su lóbulo y él me miraban a los ojos con una sonrisa extraña. No pude rechazar la oferta y agarré aquella masa. Estaba blando y emitía calor, como una bolsa de agua caliente. Me sentí afortunado, y cuando fui a preguntarle de qué estaba hecho, se dio medía vuelta y se marchó. Desapareció en la distancia con su gran masa tambaleante mientras le miraba con cierto cariño. Así fue cómo conocí al hombre que seguramente tenía el lóbulo más grande del mundo y jamás se me olvidará.
(Soy un tipo afortunado y hace unos meses también me encontré con La mujer con las piernas más largas del mundo y La mujer con el culo más grande del mundo)
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Javier Ximens
27 diciembre 2013 at 11:04Muy bien, Akaki. De lectura muy grata, surrealista pero parece que fuera verdad.
Akaki
30 diciembre 2013 at 16:54Si, un poco surrealista es, gracias Ximens!
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