–Fernando, tiene usted 86 años… –leyó el médico en el papel y levantó la mirada.
El médico notó en la profundidad de sus ojos un vacío enorme, una habitación helada, sin muebles, sillas y mesas, un espacio sólo iluminado por la luz del ventanal y con un silencio que flotaba en el aire condensado. Notó la soledad en estado sólido, dura y compacta, esa misma que te separa del mundo y te hace ver que en ese mismo momento nadie te acompaña, nadie puede ayudarte y debes enfrentarte tu mismo a la razón de existir. Sin embargo, en esa misma profundidad, sintió la tranquilidad y sosiego del halo blanco que entraba por la ventana, fuera de aquella habitación había mucho más. Notó la plenitud llegar a su pecho, lleno de momentos vivos, tristes y alegres que surcó en su vida.
Vió a Fernando jugar a la taba en la plaza del pueblo sin asfaltar. Tiraba el hueso rojo al aire y con una velocidad increíble conseguía recoger los demás huesos en el suelo con una sola mano y sin que se le cayera ninguna. Era el mejor, y por eso le apodaron el zorro de la taba, que posteriormente se quedó en «el zorro». Vió las noches hambrientas y frías en casa de Tula, porque a su padre lo mandaron a la guerra y no volvió nunca. Su madre emigró a la ciudad para conseguir algo de dinero limpiando oficinas. La tia Tula, a pesar de su minusvalía, le cuidaba con lo poco que tenía y lo que le llegaba de su madre. Algunos días tenían la suerte que los vecinos les daban algo de matanza, que la guardaban para momentos especiales, como su cumpleaños. Vió el viaje a Madrid en busca de una nueva vida de trabajo y prosperidad. Las noches en un hostal hasta que consiguió su primer trabajo en una fábrica de chocolate en la que invirtió 20 años de su vida. Vió la luna de miel en Grecia con su mujer, donde montó por primera vez en un Ferry en el que pasó tres días intentando mantenerse en pie y sin vomitar. Disfrutaron de Atenas, pero, sobre todo, de ese hotel tan lujoso del que no salieron en tres días. Vió las primeras lecciones que dio a su hija para que aprendiese el oficio de panadero y la sorpresa cuando sacaba las roscas infladas y doradas del horno. Ese olor a pan recién hecho que siempre había en casa. A veces también hacía magdalenas, mantecados y rosquillas y entonces los diferentes olores se mezclaban y entrecruzaban como la pintura al óleo en los cuadros. Vió las noches de cena en familia: su hija contando con todo detalle las extrañas experiencias en la universidad, y sus dos hermanos peleándose por quedarse con la última salchicha. Como siempre, él empezaba a repartir collejas y todo parecía volver a la calma en casa. Vió la sonrisa en su cara con su primer nieto, recordar lo que se sentía al ser padre y crear algo único que crecerá, caminará y se valdrá por si solo. Con su mano acariciaba a su mujer sintiendo la gratificación del acompañamiento. Vió cuando se despidió de ella para siempre. Vió los días pasar lentos.
–Lleven a este anciano a la sala de espera –dijo el médico y miró a su hija que le acompañaba con resignación.
Un segundo después una rabia consumió al médico por dentro, la rabia de tomar una decisión matemática que conllevaba la carga humana y a la vez omnipotente de elegir entre la vida y la muerte por las circunstancias de la pandemia. Y no le dio tiempo a más, porque enseguida tenía otros ojos delante en los que zambullirse, luchar en una batalla sin enemigos, y decidir su suerte.
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// Ilustración: Eva García Navarro
[Me gusta saber qué le pasa a la gente cuando me lee, ¿me dejas un comentario en esta entrada?]
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