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Cuando vengan a por mí

Aquí tiene la compra, señora –dijo el joven a la vez que dejaba una bolsa en la entrada de la puerta. Recibió un billete de 10 euros y se marchó. Sólo le vio los ojos, negros, oscuros, como los de su marido.

Petronila vive en un bajo de una gran ciudad como Madrid de la que hace tiempo perdió el interés. Sí, a ella, que le encantaba ir al Retiro para dar un paseo y terminar en una de las terrazas de Alcalá para tomar un helado. Ella, que disfrutaba de las obras del teatro Lara y el ambiente festivo de los sábados por la tarde. Ella, que cada año esperaba las colas de Doña Manolita para comprar un décimo que acabara en tres. Hace tiempo que su barrio en Vallecas era el único Madrid. Y no estaba mal allí, podría ser un barrio pobre, pero las vidas agridulces que lo habitaban tenían cuanto amor necesitaba. Era como si entendieran las penas como si fueran suyas, rezumaba vida por cualquier esquina. Tal vez era la tristeza de pensar que, en una época dorada, Madrid fue un horizonte infinito, un mundo por descubrir, lleno de calles y sueños que cumplir.

A Petronila los días encerrada en casa se le hacían muy largos. Aunque antes sólo saliera para hacer la compra y dar algunos paseos por la avenida. A mí este virus no me mata, me mata la soledad –bromeaba con los vecinos, que la llamaban por teléfono para ver cómo estaba. Le encantaba hacer reír con su forma de hablar y lo hacía sin pretenderlo, desde pequeña le decían que nació con la gracia bajo el brazo. Cuando colgaba el teléfono se sentaba en su butacón al lado de la ventana y suspiraba en silencio. Además estaba un poco enfadada. Ahora todos quieren ayudarme, ahora me llaman todos los días, un virus, dicen, un virus…no tengo miedo a los virus, tengo miedo a estar sola, siempre lo he tenido –decía al aire. En el fondo no rechazaba esos cariños y conversaciones ahora casi diarias, los agradecía, pero también sabía que se irían por la misma puerta que vinieron. Todo volvería a la normalidad…eso era lo que ocurría, que todo volvería a ser como antes y para Petronila estar sola era su normalidad. Siempre ocurre.

Su marido murió de un ataque al corazón hace doce años y su hijo siguió su camino hace seis, por lo mismo. Ahora lo recuerda lejano, claro en su memoria pero distante, y solo cuando coge una de sus fotos de la cómoda vuelven algunos recuerdos como diapositivas que duran unos segundos. Recuerda la hora de comer en casa. Cuando posaba aquel perol de potaje sobre la mesa del salón, donde su marido e hijo le esperaban hambrientos mirando la televisión. Ella comía un poco más tarde, prefería limpiar la cocina y ya dejar todo hecho. Así después podría “pasar» el suelo. Tal vez los echaba de menos. O tal vez echaba de menos aquellos tiempos en su trabajo en la mercería, con las chicas, en los que más feliz se sintió. No era muy habitual que las mujeres trabajaran fuera de casa, pero ahí estaban ellas. Sí, las chicas –decía Petronila y un segundo después aspiraba fuerte y dejaba escapar el aire en un suspiro de seda. Se creaba tal bullicio de mujeres hablando de su vida con un sarcasmo y un desparpajo de locutoras de radio, que en ocasiones parecía una taberna con múltiples círculos de tertulia y monólogo. ¡Cuánto talento desperdiciado en retales y botoneras! Salían de trabajar y se iban de marcha, eran mujeres jóvenes, independientes, tenían todo por descubrir. Miradas, recuerda muchas miradas a su paso y ellas con una indiferencia absoluta moviendo su pelo ondulado. Petronila observa otra de las fotos que tiene en la cómoda y vuelve a respirar hondo. Salen las cuatro, con un gesto desafiante mirando a cámara. Fallecieron todas, sin notar el pesar del tiempo y antes de lo previsto. Ahora sólo está ella. Si tuviera otra vida, no sería igual, no. Nunca hubiera dejado ese trabajo.

Petronila se regocijaba imaginando que sus compañeras la llamaban por teléfono para quedar. Con sus voces y risas de locas: el acento de Maribel, que era de Badajoz; los sustos de Charo cuando decíamos alguna barbaridad; y el cancionero de Carmen, cantado a su estilo propio. Cómo se acordaba de esas voces. ¡Pasamos a por ti y nos vamos de vermú a Casa Maravillas! Petronila apartó el visillo con el dedo índice para ver el barrio. Cuando vengan a por mí… –susurraba, con un hilo de esperanza– cuando vengan a por mí…

 

[Me gusta saber qué le pasa a la gente cuando me lee, ¿me dejas un comentario en esta entrada?]

[Imagen: Archivo de Metro de Madrid]

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