Cariño, ¿has cogido la ropa de invierno? Ya sabes que si se complica, lo mismo nos plantamos en Noviembre y creo que allí no dejamos ropa de abrigo, dijo Matilde mientras cerraba la maleta de sus hijos. La familia González se tomaba las segundas vacaciones del año antes de lo previsto. Para nada esperaban que fueran a llegar tan pronto, pero así son estas cosas de las pandemias. El coche ya estaba fuera y los niños corrían por la casa emocionados por su vuelta al mundo rural. Tenían ganas de retornar al colegio presencial después del verano, pero un mes ha sido suficiente para volver a odiarlo. Además, ya se han acostumbrado tanto a ver a sus profesores a través de una pantalla que cuando los ven en persona, la timidez les inunda y no saben qué hacer. Sus padres no lo llevan tan bien, porque se han convertido en sus profesores de apoyo. La formación y coaching a la que se apuntaron e impartía la Fundación “Padres profesores” les ha venido bastante bien para hacerse con la situación.
Recuerdan cuando, después de dos meses de comerse anuncios de televisión en los que no paraban de decir #yomequedoencasa, #estamosjuntos, #volveremosalanormalidad, se empezó a hablar de la #NuevaNormalidad y todos asentían moviendo la cabeza, “es verdad, es una nueva normalidad». Así funcionaba el «engagement», había que encontrar esas palabras atractivas con doble sentido que fácilmente identificaran una sensación social con la que todos nos identificamos. “La nueva normalidad” (o sonando mejor The new normality), o lo que es lo mismo: el mundo y la sociedad en la que vivimos cambia, como lo lleva haciendo décadas, nunca nada fue normal, es un estado mental que se apoya en lo social. Es paradójico, reflexionaba Roberto muchas veces con sus compañeros, vivimos en un mundo donde todo se mueve rápido, pocas cosas se mantienen en un mismo lugar largo tiempo, las vivencias son imparables, y, sin embargo, no estamos acostumbrados a grandes cambios y a la incertidumbre, tenemos que darle un nombre para que tenga sentido.
Matilde era funcionaria del ministerio de industria y los sistemas informáticos se habían adaptado para hacer su trabajo de forma remota, aunque, como decía su marido, “ya era hora que este país se pusiera las pilas con este tema…”. Roberto era informático y trabajo no le faltaba, otra cosa es que disfrutara con él. A pesar de ello, no se quejaba, ahora pasaba mucho más tiempo con sus hijos y eso ocupaba el hueco vacío que le generaba trabajar para esas grandes empresas que les mandaban cruasanes por las mañanas, pero luego les exprimían al máximo. La familia González vivía cómodamente, habían tenido la suerte de superar la crisis del 2020, incluso se podría decir que habían mejorado, tanto que podrían permitirse tener otra casa.
¡Estáis locos!, sólo pensáis en gastar, les dijeron sus padres cuando les enseñaron las fotos de la nueva casa. Pero la verdad era que fue una de las mejores ideas que podían haber tenido. El Estado había abierto crédito sin apenas interés para ayudar al sector inmobiliario y todos decían que era un buen momento para comprar, antes de que subieran los precios. La mayor parte de su vida la hacían en Madrid. Sus hijos iban a la escuela, ellos tenían media jornada presencial en el trabajo y todo cerca para vivir bien. En verano se iban a su apartamento de la playa en Mojácar, donde podían disfrutar del descanso manteniendo las distancias. Y si había un rebrote de pandemia estaban en medio del campo antes de que empezara el bloqueo. Sólo necesitaban abastecerse, una buena conexión a internet y concienciarse de la situación que les esperaba en las próximas semanas.
Fue un acierto adquirir una tercera casa, se decían, una casa para disfrutar en momentos de pandemia.
// Ilustración: Eva García Navarro
[Me gusta saber qué le pasa a la gente cuando me lee, ¿me dejas un comentario en esta entrada?]
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