Hace unas semanas tuve una experiencia escalofriante que ni a mi mayor enemigo le desearía. Fue un día cualquiera en una tarde de primavera, soplaba una agradable brisa por la ventana y el sol caía con lentitud en el ocaso. Algunos pájaros se acercaban al balcón, saludaban con sus alas y volvía a surcar los cielos. Me había quedado en la oficina para aprovechar la productividad del silencio y la soledad porque cuando tienes muchas cosas que hacer no hay nada mejor que todo ser viviente esté lejos de ti.
Pasadas unas horas terminé las tareas, recogí mi portátil y enseres de trabajo y fui hacia la puerta de entrada con una sonrisa. Esa misma que se me borró de la cara cuando al girar el picaporte no se abría la puerta. Lo intenté varias veces. Me acerque a la ranura y observé si había algún tipo de bloqueo. Sí, ahí estaba un reluciente pestillo que atravesaba la puerta hasta clavarse en mi corazón. Un frío e inerte pestillo sobre el cual no tenía ningún poder para movilizar. Un desgarrador pestillo que me separaba de la libertad y la felicidad. Alguien había cerrado desde fuera, no tenía llave y no había nadie más que yo en la oficina, ¿quién y cuándo había cometido aquella atrocidad? Alguien sin escrúpulos, sin duda.
Entré en un estado de shock descontrolado, una sensación de impotencia recorrió mi cuerpo y un olor a humedad y madera podrida se propagó en el ambiente. Siendo consciente de mi encierro intenté relajarme, hasta diez respiraciones. Tenía que haber otra salida. Empecé a recorrer las habitaciones en su busca como un loco. Entonces pensé en mi supervivencia, para sobrevivir necesito víveres, comida, revise la nevera y allí estaba mi porción de tarta de zanahoria sobrante de la comida. Nunca me había alegrado tanto de que me sobrara comida en un plato. De hambre no moriría. Estaba solo como Robison crusoe y debía permanecer vivo hasta mi rescate.
El resto de puertas de la planta estaban cerradas. Miré por la ventana, cuatro pisos abajo. No, eso sería lo último. Lo último. Di media vuelta y seguí recorriendo las salas hasta que caí derrotado en el suelo. No podía salir por mi mismo, estaba encerrado. No quedaba otra opción que armarme de la valor y hacer una llamada tragándome mi vergüenza. Seguí los pasos de un tal Nico para encontrar la salida de emergencia porque no había nadie en el lugar, pero nada, todo eran callejones sin salida bloqueados por pestillos malditos. Atrapado, sin salida, en aquella prisión de ladrillos y cemento.
Por fin, tras varias llamadas a mis compañeros de trabajo, vendrían a por mí y me sacarían de este infierno, aunque tuvieran que perforar la pared. Me sentí aliviado, mis miedos desaparecieron. Ahora racionar los víveres y esperar el rescate. Me senté en la entrada y cerré los ojos. Tras una hora, sonó un clac reconocible en kilómetros. Miranda abrió la puerta, con un haz de luz alrededor de la cabeza, una salvadora capaz de luchar contra viento y marea para sacar de su agonía a un inocente. Sus ojos brillaban. No me lo creía, estaba allí, podía salir de aquel lugar, estaba prácticamente llorando mientras Miranda me miraba atónita. Me sentí libre, renacido.
Mi vuelta a casa fue un camino hacia la reflexión. Fueron dos horas de infierno, dos horas de una agonía sin igual, dos horas que recordaré el resto de mi vida con temor, dos horas donde capaz de controlar mis miedos y superarlos con optimismo. Desde entonces solo pienso en que hay que disfrutar de cada minuto de nuestras vidas porque nunca sabremos cuando nos serán arrebatados por cuatro paredes. Y que no está bien quedarse trabajando hasta más tarde.
No es la primera experiencia de este tipo, en otra ocasión viví Ascensority
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