Estaba allí, al final de la mesa, donde había una ventana minúscula por la que entraba una brisa de primavera como un aliento tibio. Observaba todo el comensal de la celebración con desazón. Olía a colonia, comida de horno y la sutileza de los trajes de fechas exclusivas. Sus hijos sonreían con una copa de vino tinto en la mano, sus nietos fanfarroneaban sobre sus empleos y viajes y los bisnietos corrían de un lado para otro, de una punta a otra de la mesa. Estaban en todas partes, menos al final de la mesa, donde apenas había luz. Era una fiesta familiar, donde las sonrisas se disparaban de un lugar a otro y la comida rica se movía sin control. Ella lo observaba como si fuera otra historia.
El final de la mesa era un lugar triste, no se hablaba, no se bebía y apenas se comía algo. Se miraba entre coetáneos con resignación y después curioseaba el resto de la fiesta anhelando recuerdos, una vida entera de recuerdos. Apenas las heridas que le había marcado la vida en la cara eran interesantes para los demás. Y estaba allí, sin estarlo. Estaba allí, como un raíz profunda y fuerte de la que nacen todos los demás. Nadie existiría en aquella fiesta, con sus copas y alegrías si ella antes no hubiera vivido lo mismo. No estaba, como aquel perchero en verano, que nadie necesita, inútil, que nadie repara en él. En una esquina de la habitación, al final de la mesa. Era mayor, se notaba demasiado mayor como para estar en ese lugar. Sabía que no era su momento, sino el de otros. No era su lugar. No lo era. No.
Observó a los demás con tristeza y melancolía cómo aprovechaban la vida que les dio mientras la suya se iba, junto con todos esos años de recuerdos. Así pasaron los entrantes, luego el plato principal y, para terminar, los postres. Solo podía ver, porque vivir ya lo había hecho. Todos llegan al final de la mesa, pero nunca piensas en ello hasta que llega el momento. Ayudada por un brazo familiar se marchó con tan solo un vago gesto levantando la mano como despedida. Dejó atrás la vida que a otros les había tocado, gracias a ella.
[Foto: Max Burmann, puedes ver aquí su Flickr]
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Javier Ximens
26 mayo 2016 at 06:52Triste y bello. Lo he vivido, allí, en tu casa. Recuerdo a tu abuelo.
Laura Martín Blanco
27 mayo 2016 at 06:35Me ha conmocionado. Aún no identifico qué emoción me ha despertado. Supongo que varias contrapuestas. Un bravo para ti, porque me ha gustado mucho.
Akaki
2 junio 2016 at 15:31Buenas,
Ximens, gracias por tu comentario, pero cuando lo escribí no estaba recordando a mi abuelo, como dices.
Laura, gracias! ahora doy una vuelta por tu blog!jeje
Hasta pronto vaqueros!
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