Desde hace tiempo, antes de salir de casa, cargo el iPad con noticias para luego leerlas en el metro de camino al trabajo. El otro día se me olvidó hacerlo, por lo que no tenía nada que mirar ni el móvil ni en el iPad y estaba demasiado despierto como para cerrar los ojos. Entonces, levanté mi mirada y observé a las personas presentes en el vagón. No estábamos apretados pero tampoco nos sobraba espacio. Tuve la suerte de conseguir una asiento al subir al metro.
Delante de mi los asientos también estaban ocupados. Mujer de edad adulta, como dirían los periódicos, pelirroja y mirando el móvil desinteresadamente. Al lado, mujer de pelo negro con unas bolsas de El corte inglés apoyadas en su regazo. Al lado, mujer alta con cierto nerviosismo. Al lado, en el último asiento, un marroquí que miraba el móvil. Al lado y de pie, una mujer gitana, lo sabia por sus rasgos. Les observé uno por uno con cierto interés y me sorprendí de todo lo que podía descubrir.
La primera persona, Antonia, estaba viendo los vídeos inútiles que le había enviado su hermana. No tenía otra cosa que hacer que reenviar fotos con chistes y vídeos de autoayuda a primera hora de la mañana. De alguna forma creería que aquello le ayudaría a olvidarse por un momento de los problemas con su hijo.
La siguiente, Laura, estaba cansada y solo pensar en todas las cosas que tenía que hacer cuando llegase a casa le arrugaba la cara y estaba más fea. Había sacado un hueco para poder aprovechar las ofertas del Black friday, pero nadie habrá hecho todas las tareas en su ausencia así que le tocaría emplearse a fondo. Al menos tenía un precioso vestido nuevo.
La mujer alta, Eva, estaba feliz, con un gesto serio y formal, pero exaltada por dentro. En casa le esperaba su chico y harían el amor aquella noche hasta quedar exhaustos. Después dormirían juntos, abrazados, con el caliente suspiro de la respiración en su cuello. Intentaba que no se le notara, pero tenía una sonrisa enorme en su interior.
El marroquí volvía de Puente de Vallecas, allí su hermano tenía una frutería y cuando había exceso de trabajo le llamaba para que echarle una mano. No era mucho lo que ganaba pero lo suficiente para mantenerse todos los meses. Solo tenía la familia de su hermano. Jugar con su sobrina le hacía sentirse un hombre afortunado.
La mujer gitana, Yanire, tenía unos rasgos particulares, tez morena, pelo largo y una mandíbula afilada, sin embargo, parecía que había perdido la identidad con su silencio. Era como ver a una hormiga disfrazada en un enjambre de abejas. Su ropa era de Primark como cualquier otra persona. Trabajaba en una perfumería.
No me gusta el metro porque huele mal, porque hace calor, porque hay suciedad por todas partes, porque vamos enlatados perdiendo nuestro espacio de confort. Pero subir al metro es la forma más sencilla de bajar a la realidad. Todos deberían ir en metro y observar a las personas, ver sus problemas, ver sus ilusiones, ver su mala educación, ver sus agradecimientos. O al menos, imaginarlos. Tan sencillo como levantar la mirada.
[Foto de unoforever.com, puedes ver aquí su flicker]
Javier Ximens
9 diciembre 2015 at 07:40Muy bien. ¿Se ha dado cuenta el narrador lo que se pierde por ir leyendo el iPad a diario? Y sí,el metro huele mal, pero no tan mal como las noticias. Recuerdos. Javier
Anónimo
10 diciembre 2015 at 06:48Desde que los dispositivos móviles tienen internet y la mayoría de paradas de metro ya tienen cobertura, la gente no levanta la mirada. Somos la generación de la "mirada pantalla". Pelotxo sigue disfrutando del metro como si de un anuncio se tratara 🙂
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