El Barrio Gótico es oscuro, gris y sucio, con calles estrechas y altos muros agrietados. Balcones de verjas repintadas de negro y sábanas en los tendederos. Muchas tiendas están cerradas con portones de metal oxidado y tablones de madera. Noto cierta cercanía con este lugar. En el barrio conviven dos ciudades separadas en su verticalidad, una hasta donde llega la luz del sol, donde brillan los balcones y el viento mece las gitanillas rojas; y otra que permanece a ras del suelo, con la humedad y las luces amarillentas que apenas alumbran. Si estas luces son ya inquietantes, por la noche aún adquieren un tono más subyacente y tenebroso. Pero hay vida, hay almas en este laberinto aunque sea de desconocidos, con caras deformes, contagiadas por el lúgubre olor a moho.
Me enfrento al enorme portón compuesto por otra puerta más pequeña. Está abierta. Un hombre con barba me saluda desde un recibidor de medio metro empotrado en la pared. Parece un gigante dentro de una caja de cartón en una enorme plaza vacía. Me sonríe. Veo una luz que ilumina un patio interior, con puertas altas en cada pared. A mi derecha, una escalera que sube a algún lugar. Creo que es la mía. Tiene escalones anchos pero es estrecha y percibo el agobio de un espacio que es un simple camino. Nadie vive allí, entre esos escalones, nadie se depara en ellos. Mis manos notan la lija en que se ha convertido la barandilla de hierro. Me siento como si estuviera subiendo por mis propias vivencias. En cada planta miro por el interior de la escalera, no se ve el final, pero veo diferentes episodios pasados, veo lugares, siento a personas, distingo momentos, todas bajo el mismo manto granulado de color sepia. Añoro los reflejos irreales, amarillentos. Miro arriba, está aún más oscuro, qué puede haber allí.
En la habitación vuelvo a la realidad con armarios de Ikea y paredes de un solo color. Huyo y salgo al balcón. El viento de la segunda ciudad choca con mi cara. Huele extraño, huele bien. No me gusta. Me tumbo en la cama y cierro los ojos. El frío hiela mis sentidos, pero puedo oír los ruidos de la calle que atraviesan las paredes, puedo escuchar disputas y desconsuelos, gatos maullar y alguna moto, puedo notar suelas de zapatos raspar el asfalto como si estuvieran en mi habitación, puedo sentir sus calles oscuras. El tiempo se diluye. Entonces supe que Barcelona seguía allí.
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