Después del loro atormentado, hoy toca hablar de otro animal muy presente en las oficinas. Son los llamados sureños, personas con idioma, color y textura particular, recién sacados de los hornos del sur de España, bien tostados y con una capa brillante de manteca y clara de huevo. Son incapaces de mimetizarse con el resto de compañeros y con sus pasos arrítmicos al entrar en la oficina son suficientes para saber que han llegado.
La tranquilidad forma parte de su forma de trabajar. Tienen sus tiempos marcados y saltarse alguno de los múltiples descansos durante el día es ir contranatura y está fuera de la filosofía del buen trabajador. Les gusta hablar sobre las fantásticas playas de su tierra, es más, sólo saben hablar de eso cuando el tema de conversación es el verano. Pero atención, nunca te invitan. Traen su espléndido moreno, pero no los camarones. Hablan de sus grandes ligues, pero acaban solo bebiendo cervezas al lado de la barra fuera de su territorio. Mucho ruido y pocas nueces. Y aquí entra en escena una de sus cualidades más destacadas: poder de convicción y labia. La usan para todo, incluso para que alguien haga el café, y les funciona. No tiene rivales en este punto y en caso de estar perdiendo audiencia pueden utilizar la técnica de lanzamiento de chistes. En ese momento estás hundido.
Son seres astutos, y se amoldan a las situaciones: si quieren que no se les entienda o liar cualquier tema, sacan su acento en máxima expresión; si les habla el jefe, parecen de la aristocracia inglesa con tu taza de té. Ser un sureño y no saber contar chistes es quitarle la mitad de su gracia, pero aún así, existen. Es lo que se llama un sureño albino, nunca nadie quiere hablar con ellos y dicen que viven en sótanos con luces amarillas y trabajan recogiendo latas en los parques.
Nunca creáis todo lo que dice un sureño, sus palabras las carga el diablo. Un truco para saber cuánto de verdad hay en lo que dice es coger el hecho en sí, dividirlo por cuatro, le restas todas aquellas expresiones y coletillas, haces la raíz cuadrada de lo que cuestan sus gafas de sol y se los sumas al total. Y lo que queda, eso es la verdad, más o menos una décima parte de lo inicial. Tampoco hagáis apuestas con ellos, las perderéis. Si algo caracteriza al sureño hispano es tomarse el «no hay huevos» como una ofensa hacia él y toda su familia. Es capaz de cualquier cosa, repito, cualquier cosa, para disfrutar de su gran momento: apoyar el brazo sobre la pared, sacar un palillo del bolsillo para ponérselo en la boca y con una sonrisa victoriosa decir: ¿que no había huevos, illo? Generalmente no llegan a este punto porque o están borrachos, o en el hospital o nadie sabe dónde están.
En verano tienen un objetivo claro y conciso: romper la armonía de la oficina con sus sofocos de calor imposibles de aguantar. Son capaces de hacer que una oficina entera muera de hipotermia para notar el aire fresquito debajo de sus axilas. Es curioso que también tenga el don de colocarse lejos de la boca del aire acondicionado. Es una de las tantas incongruencias de los sureños, consiguen hacer tantas cosas sin sentido para conseguir lo que buscan que acaban arrastrando a la multitud a un pozo negro. El caso es tocar los cojones aunque no les gusta nada que se los toquen a ellos. Pero ojo, son buena gente.
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