Tenía el pelo lacio y un flequillo que formaba una ondulación sobre su frente. Se tambaleaba de atrás hacia delante y movía la cabeza hasta que el mentón tocaba su clavícula. Al mismo tiempo doblaba las muñecas y los dedos de la mano de forma brusca como los de un robot. Sus ojos a veces miraban un horizonte inexistente, otras a un objeto cualquiera. Sonreía sin ningún motivo o estímulo. Las personas que estábamos en el vagón miramos con cierta inquietud sus lentos movimientos, examinamos su comportamiento. Entonces su madre se giró hacia nosotros y todos dirigimos la mirada hacia el suelo. En un momento estaba rodeada de soledad.
Evitamos el contacto visual en un acto reflejo. Si fuera un niño normal nos reiríamos con él sin importar que su madre nos observase, incluso le haríamos muecas para atraer su atención. Pero no era así. Vi indicios de lástima, pena en los ojos de todos los que estábamos allí. Y algo más triste. Noté en el aire una brisa de vergüenza. Como si por no ser un niño normal no debieramos mirar a los ojos a su madre, como si haciéndolo significara una burla por una desgracia familiar que arrastra culpabilidad.
Su madre estaba en un islote rodeada de agua. Era corpulenta y su cara mostraba síntomas de cansancio. Imaginé la vida dedicada a su hijo, los días pasar observando sus movimientos, ver cómo se desarrollaba en sus limitaciones. Y nosotros solo supimos retirar la mirada. Imaginé una familia que arropaba a su hijo, que le daba un beso cada noche y lo llevaba al parque sin importarle los demás. Y nosotros ni siquiera pudimos mirar directamente a los ojos de su madre. A veces el ser humano es admirable, otras repugnante.
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