Eugenia estuvo horas diseccionando el cuenco donde apilaba todos los bolis, rotuladores y lápices de la casa. Era un recipiente negro, porque el negro vale para todo y nunca se mancha. A veces estaban tan apretados que no cabía ni uno mas. Era entonces cuando vaciaba el cuenco entero sobre la mesa, los inspeccionaba con los ojos y luego recordaba de dónde salieron y por qué decidió meterlos en su cuenco de bolis. Uno por uno. Los que no tenían recuerdos o ya los había perdido, se apartaban a un lado; los que la transportaban a otro lugar se devolvían al cuenco negro con especial cariño.
Cuando vio el lápiz amarillo, una emoción le absorbió por completo. Hace años que no recordaba a Laika y cómo se fue sin ella a pesar de la promesa. Se podían ver las muescas de los dientes por todo el lápiz hasta el borde, donde prácticamente estaba deshecho. Todavía mantenía la textura rugosa que dejaron aquellas gotas húmedas. Apenas medía varios centímetros de tantas veces que le había afilado después, incluso podía ver que su punta pinchaba. Es probable que hubiera estado oculto en el fondo del cuenco años, pero ahora estaba entre sus dedos, lo había encontrado y lo tenía delante de sus ojos como una herramienta del pasado, como un críptico que sólo ella conocía. Eugenia era daltónica. Y Laika se fue sin ella.
Foto de Purolipan, flickr
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Anónimo
6 noviembre 2015 at 18:15Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
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